Miura y la fiesta. En un apretado
resumen este sería el recuerdo de mis dos últimos días de San Fermin 2014.
Sabido es que los sanfermines son la fiesta de la exageración, donde todo está
permitido. Hasta vivir unas fiestas tranquilas de almuerzo y cánticos
mañaneros, de saludos a los amigos en el apartado, descanso previo a la corrida
a la que se llega siguiendo a La Pamplonesa en su lento viaje musical, desde la
plaza Consistorial hasta la de toros atravesando la del Castillo y acabar con
la corrida de toros y sus comentarios posteriores en el local del Club Taurino
de Pamplona. Todo ello tras el imprescindible encierro de la mañana. San Fermín
es el encierro.
Puchero y Mari cantando una jota por colleras
Pocos excesos, si acaso los fuegos artificiales camino de casa, para acostarse pronto antes de que suene el despertador a las 6 para ir al encierro.
Esperando el encierro en el balcón de casa de Noel Chandler
Una apacible vida de feriante
amenizada por la corrida de Miura, que volvía a cerrar el ciclo, con la
sorpresa de muchos que consideran las tradiciones aquello que recuerdan de los
diez últimos años. Quizá trastocada por la decepción de la bellísima corrida de
Adolfo Martín, que después de empujar a los mozos en el encierro con sus buidos
pitones, se dejó las embestidas en la dehesa.
Toros de Adolfo Martín en la curva de Mercaderes
Foto de Eloy Alonso tomada de RTVE
Olivito de Miura, salinero de
bella capa salpicada, quien llevó el miedo en el encierro y embistió bravamente
a la muleta de Esaú Fernández fue el héroe de las fiestas aunque su compañero
Marchenero, de los cárdenos que tanto abundan últimamente en Miura, fuera el
más bravo y noble de la partida, al que Bolívar toreó con su mezcla de voluntad
y desconfianza para tirarse a matar sin guardar ninguna precaución.
Bolívar entrando a matar a Marchenero
Foto de Maite H. Mateo tomada de San Fermin
Tiene la plaza de toros de Pamplona esa mezcla de barullo y atención que la hace única. Las peñas se han dulcificado y serenado en sus expresiones, aunque sigan sin prestar atención al ruedo y entre medias del ruido hacen su aparición los toros más grandes y bellos de la temporada sin que apenas nadie se preocupe por exigir que se toree mejor o peor, que se pique delante o detrás, que los peones lidien con mayor o menor rigor, reservando sólo unas breves ovaciones para aquellos pares de banderillas de mayor exposición.
Esaú Fernández con Olivito
Foto de Maite H. Mateo tomada de San Fermin
Definitivamente no es Pamplona una plaza para exquisiteces, es para toreros bravos, para espectadores que valoran el riesgo del encierro y que se entusiasman por los alardes más que por los detalles. Al ver los toros más grandes de la temporada del encaste Domecq, difícilmente se abre hueco para toros de Santa Coloma o Saltillo, que sólo pueden competir con ellos en fiereza.
Pero siempre, siempre es un placer poder volver a Pamplona con sus tradiciones singulares, sus magníficos toros, sus impresionantes encierros y su alegría desatada. La auténtica feria del toro.
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