La lluvia, el viento, la incomodidad, en fin, son malos consejeros para paladear el toreo con gusto, pero las plazas de toros son así, al aire libre, con horarios inclementes para los inocentes espectadores y los maniáticos aficionados, que nos empeñamos en seguir en pos de la emocionante belleza del toreo, torrados por el sol, pasados por agua o ateridos por el frío que corresponde al día.
El cartel del arte, Morante, Ortega y Aguado movilizó a muchos
aficionados, muchos más en proporción que espectadores, pues la ilusión manda
más que la maldita experiencia, que nos dice que los toros de las corridas de
artistas son una castaña infumable que de toros tienen, con suerte, el aspecto
y en muchos casos ni eso.
Los infumables, con trapío de toros salvo el quinto, que contradiciendo al dicho era malo y feo, además de ser el único cuatreño del día, correspondían al hierro del Duque de Veragua que hace casi cien años que se anuncian a nombre de los sucesivos Juan Pedro Domecq y proporcionan más sinsabores que alegrías.
Aguado cumplió con unas mínimas expectativas en una corta y medida faena al sexto, al que más allá
de los pases variados y adecuados que recetó al toro, ayudados por bajo a una
mano, derechazos, alguno de gran clase, naturales y adornos, cambios de mano,
molinetes e incluso se entretuvo en un precioso ki-ki-ri-kí delante del mismo
Morante que quiere emular a Gallito. Más allá de los pases y la buena
organización de la faena, señal de una cabeza también organizada, Aguado tiene
la naturalidad. Esa naturalidad que tanto disfruto como aficionado, esa facilidad de hacer las
cosas bien porque así tienen que ser, esa forma de estar delante del toro sin
trasladar señales de esfuerzo al espectador. Grande Aguado aun con una faena
que no fue de tocar las campanas, porque no lo era el toro.
Ortega tiene una estética más densa, más apretada y menos fluida, pero no por ello menos interesante, dejó su sello en una serie de verónicas de recibo, únicos momento en el que admitían pases los toros antes de desfondarse. Morante sonríe, con eso vale por ahora, con haber perdido esa falsa gravedad tan habitual suya y de las figuras antes de la pandemia, que les hacía excesivamente pomposos y afectados y que confío que olviden al compás de la desaparición del Covid, que espero haya dejado sus últimos coletazos dejando la plaza medio vacía ante el cartel del arte.
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