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ARTE PASADO POR AGUA (AGUADO)

La lluvia, el viento, la incomodidad, en fin, son malos consejeros para  paladear el toreo con gusto, pero las plazas de toros son así, al aire libre, con horarios inclementes para los inocentes espectadores y los maniáticos aficionados, que nos empeñamos en seguir en pos de la emocionante belleza del toreo, torrados por el sol, pasados por agua o ateridos por el frío que corresponde al día.

El cartel del arte, Morante, Ortega y Aguado movilizó a muchos aficionados, muchos más en proporción que espectadores, pues la ilusión manda más que la maldita experiencia, que nos dice que los toros de las corridas de artistas son una castaña infumable que de toros tienen, con suerte, el aspecto y en muchos casos ni eso.

El paseíllo media hora más tarde de la hora fijada, 
debido a la lluvia caida en el ruedo y quizá, en las taquillas

Los infumables, con trapío de toros salvo el quinto, que contradiciendo al dicho era malo y feo, además de ser el único cuatreño del día, correspondían al hierro del Duque de Veragua que hace casi cien años que se anuncian a nombre de los sucesivos Juan Pedro Domecq y proporcionan más sinsabores que alegrías.

Aguado cumplió con unas mínimas expectativas en una  corta y medida faena al sexto, al que más allá de los pases variados y adecuados que recetó al toro, ayudados por bajo a una mano, derechazos, alguno de gran clase, naturales y adornos, cambios de mano, molinetes e incluso se entretuvo en un precioso ki-ki-ri-kí delante del mismo Morante que quiere emular a Gallito. Más allá de los pases y la buena organización de la faena, señal de una cabeza también organizada, Aguado tiene la naturalidad. Esa naturalidad que tanto disfruto como aficionado, esa facilidad de hacer las cosas bien porque así tienen que ser, esa forma de estar delante del toro sin trasladar señales de esfuerzo al espectador. Grande Aguado aun con una faena que no fue de tocar las campanas, porque no lo era el toro.

Con Georges Marcillac, delante de la Falla de la calle Convento de Jerusalén

Ortega tiene una estética más densa, más apretada y menos fluida, pero no por ello menos interesante, dejó su sello en una serie de verónicas de recibo, únicos momento en el que admitían pases los toros antes de desfondarse. Morante sonríe, con eso vale por ahora, con haber perdido esa falsa gravedad tan habitual suya y de las figuras antes de la pandemia, que les hacía excesivamente pomposos y afectados y que confío que olviden al compás de la desaparición del Covid, que espero haya dejado sus últimos coletazos dejando la plaza medio vacía ante el cartel del arte.

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